Por Pablo Corso. “Una cerveza fuerte como nuestra memoria”. Con esa línea dura -más parecida a una declaración de intenciones que a la constatación de una verdad inalterable- la agencia draftLine promocionó la nueva amber de Patagonia en el aniversario del desembarco en Malvinas. Patagonia Nuestra, un homenaje a quienes defendieron la soberanía, se lanzó con una campaña de construcción perspicaz, investigación abierta y concreción oportuna.
“Habíamos elaborado diferentes cervezas que hacían referencia a la Patagonia, ya sea por sus ingredientes o paisajes emblemáticos”, recuerda Laura De Bona, gerente de la cervecera. La IPA 24,7 celebra al Circuito Chico barilochense; la Weisse, al monte Fitz Roy; la Bohemian Pilsener, al Cerro Capilla; la Amber Lager, al Tronador; la Porter, al Lago Moreno; la Küné, al volcán Lanín. “Pero sentíamos que nos faltaba una parte muy importante y representativa para los argentinos”, dice De Bona, que suelta la línea maestra: las islas “son parte de nuestra Patagonia”.
La variedad de maltosidad firme y acaramelada, con aroma mentolado y toques frutales, está disponible durante abril (o hasta agotar stock) en latas y barriles de los 54 refugios de la compañía, incluyendo a la “microcervecería” de Circuito Chico. La gráfica de la lata es poderosa: el suelo pedregoso y sembrado de pingüinos, la silueta inconfundible de las islas Soledad y Gran Malvina, el cielo claro albiceleste. Las ganancias irán a los centros de veteranos.
Patagonia contrató a Felipe Pigna para realzar el contexto socio-cultural. “Geológica, geográfica e históricamente, las Malvinas son argentinas y son una parte integrante e inseparable de la Patagonia”, recuerda el escritor, que estuvo en las islas en 2006. “Desde el aire, llegando, se observa aquel mapa escolar que tanto vimos. Encontrar a la hermanita perdida. Tierra lastimada”, escribió sobre aquel viaje a un terruño plagado de Land Rovers, calles llamadas Thatcher y bromas sobre hacerle un monumento a Galtieri.
“La palabra malvinizar existe porque se hizo un proceso de desmalvinización, de olvidarnos de Malvinas, así que lo que hicieron los excombatientes y la gente a la que nos importa la memoria es volver a hablar de ellas”, retoma en su participación para la marca. “No creo en la memoria popular innata; hay que mantenerla viva todo el tiempo. Si no, hay riesgo de olvido”.
Esa senda “nos llevó a compartir un momento muy lindo con las y los veteranos, que nos ayudó a entender, a aprender y a crecer más que como publicitarios, como seres humanos”, asegura Diego Gueler Montero, CCO de la agencia in-house de Anheuser-Busch, dueña de Quilmes, a su vez dueña de Patagonia. Con la voz en off de los protagonistas e ilustraciones en plan de storyboard, la campaña rescata las historias de tres excombatientes. Son relatos concisos, precisos y sentidos, que echan rayos de luz sobre cuatro décadas de mitos, verdades y mentiras.
Silvia Barrera era instrumentadora del Hospital Militar Central cuando le preguntaron si quería ir a las islas. No le costó nada: se sumó al grupo de voluntarias sin dudarlo. Pero la guerra era la guerra. Cuando el hospital de Puerto Argentino empezó a colapsar, los soldados argentinos heridos llegaban directamente desde el campo de batalla hasta el buque Almirante Irízar. “La noche en que más se movió, el cirujano y yo tuvimos que atarnos a la camilla con vendas de tela”, recuerda conmocionada. La operación terminó a la mañana siguiente, cuando todo volvió a empezar.
Raúl Villafañe evoca una noche sin bombardeos; la certeza de seguir un rato más en esta tierra dio paso al segundo impulso vital. “Hay que comer algo”, se dijo en la trinchera. “Uno fue a buscar en la turba, otro a conseguir carne y el otro prendió el fuego. Disfrutamos la comida, disfrutamos la charla, disfrutamos un cigarrillo -describe con nostalgia-. Cuando nos juntábamos, tratábamos de cuidar al compañero. Primero estaba él, después comía yo”.
El cierre es el cierre de la guerra. El mismo que -según el relato más extendido- los jerarcas quisieron ocultar, ocultando a los héroes vencidos por temor a la reprobación popular. Luis Quinteros lo cuenta así: “En el regreso al continente necesitábamos tener contacto con la gente, saber qué pensaba en ese momento de nosotros, más allá de que veníamos de perder una batalla”. La historia es conmovedora: el 19 de junio de 1982, el buque británico Canberra volvió al muelle de Puerto Madryn con 4.100 soldados. Los anfitriones rompieron el cerco militar y ofrecieron un poco más que su corazón. Aquella jornada pasaría a la historia como “el día en que Puerto Madryn se quedó sin pan”, que es exactamente lo que sucedió. “Retrata la actitud del pueblo”, celebra Luis. “La gente vació las panaderías para ofrecernos un gesto de amor”. Pasaron 41 años para que les ofrecieran una cerveza.