Por Pablo Corso. A sus jóvenes 63 años, Byung-Chul Han es un rockstar dentro y fuera de la academia. Los conceptos que el surcoreano viene trabajando desde hace más de dos décadas trascienden la circulación limitada del libro impreso hacia a la viralización irremediable de sus ideas-fuerza: auto explotación, sociedad del cansancio, enjambres digitales. El filósofo se concibe como continuador de Sócrates, Hegel, Jürgen Habermas, Michel Foucault y Hannah Arendt, con quienes dialoga en sus libros. El último, Infocracia, es ensayo corto pero de alta densidad conceptual. Su pesimismo puede agobiar, pero escribe para que hagamos algo con eso.
Te llevo bajo la piel
Han llama “régimen de la información” a la forma en que su procesamiento mediante algoritmos e inteligencia artificial determina los procesos sociales, económicos y políticos. El mundo de la vigilancia y el castigo que solía llegar desde un poder opresivo está superado. Hace tiempo que la información es poder. Y su sujeto, alguien que se cree libre pero sigue cautivo.
Ya nadie nos obliga a mostrarnos; nos ponemos en escena por voluntad propia. Y es precisamente el hecho de ser vistos sin cesar lo que nos mantiene disciplinados. Lo que antes era reclusión, ahora son redes abiertas. Cuantos más datos generamos, más eficaz es la nueva vigilancia. La transparencia es un imperativo: la garantía de que la información circula con libertad y puede ser capitalizada. El ejemplo perfecto es el Flagship Store neoyorquino de Apple: un cubo de cristal donde se vende y se compra las 24 horas.
Si lo transparente son las personas, lo que ahora permanece oculto son los mecanismos de dominación: la caja negra algorítmica que se fusiona con la vida cotidiana. El smartphone registra nuestra vida cotidiana, la smart bed monitorea la nocturna. El poder disciplinario inteligente susurra, motiva, optimiza. Han llama dataísmo al procedimiento mediante el cual todo se calcula y se perfila, y psicopolítica al régimen de la información que fluye en instancias pre-reflexivas, bajo el umbral de la conciencia.
La perversión de las fake news
En la telecracia que describe el sociólogo Neil Postman, “el esfuerzo del conocimiento y la percepción se sustituye por el negocio de la distracción. La consecuencia es una rápida decadencia del juicio humano”. Nos divertimos más, pero somos más inmaduros. En política, el contenido cede ante la performance. “La gente no está vigilada, sino entretenida. No está reprimida, sino que se vuelve adicta”, diagnostica Han, que transmite su preocupación central: la democracia, que presupone autonomía y libre albedrío, está degenerando en una infocracia basada en datos sin alma.
Los medios digitales no tienen un centro. Su estructura rizomática hace que la esfera pública se desintegre en espacios privados, y nuestra atención ya no se enfoque en cuestiones relevantes para la sociedad en su conjunto. La fragmentación que proponen las plataformas inquieta al sistema cognitivo: la necesidad acelerada de información reprime las prácticas que consumen tiempo, como el saber y la experiencia.
¿Por qué las fake news son tan exitosas? Porque se guían por el principio de la afectividad y la excitación. Como señalaba la matemática Cathy O´Neil cuando Trump aún no había sido expulsado de Twitter, el republicano actuaba “como un algoritmo completamente oportunista, guiado sólo por las reacciones del público”. Los bots hacen el resto, tuiteando como personas reales para generar una ilusión de masividad a costo cero, pero con una influencia real y concreta sobre los políticos, que actúan a partir de lo que interpretan como opinión pública. Es un peligro para la democracia: ya no prevalecen los mejores argumentos sino los algoritmos más inteligentes.
Para Han, los propaladores de fake news no necesariamente mienten a consciencia. Son indiferentes a la verdad, entendida como aquello que proporciona sentido y orientación, un consenso razonable que garantiza la cohesión social. La verdad es una idea reguladora. Sin ella -o cuando cada uno de nosotros se convence de que su verdad es la verdad- la sociedad se desintegra por dentro. Decir la verdad, y asumir sus riesgos, es un acto político.
Entre el eco y las burbujas
“Ningún público político puede formarse a través de influencers y followers”, insiste el filósofo. El discurso democrático tiene en cuenta la posición del otro; puede ser cuestionado y modificado. “La crisis actual de la acción comunicativa se debe a que el otro está en trance de desaparición”, lamenta Han, para quien ahora habitamos “infoburbujas autistas que dificultan la acción comunicativa” y cámaras de eco en las que sólo nos oímos a nosotros mismos.
Quienes no logran separar opinión de identidad se aferran desesperadamente a sus opiniones. De lo contrario, su identidad se vería amenazada. Por eso el intento de hacerles cambiar de opinión está condenado al fracaso. En las tribus digitales “la información no es un recurso para el entretenimiento sino un recurso para la identidad”. Los hechos se ignoran, las opiniones son sagradas. Y fuera de la tribu sólo hay enemigos. “Pero la práctica del discurso consiste en escuchar. La crisis de la democracia es ante todo una crisis del escuchar”, nos recuerda el autor.
El panorama es desalentador pero no irreversible. “Si queremos renovar la democracia en las próximas décadas, necesitamos un sentimiento de indignación, una sensación de pérdida de lo que nos están quitando”, propone la socióloga Shoshana Zuboff. “Lo que está en juego es la expectativa que cada ser humano abriga de ser dueño de su propia vida y autor de su propia experiencia”. Aunque el big data no pide permiso, todavía podemos hacer que las luces del algoritmo dejen de encandilarnos.