Por Pablo Corso. Con títulos como El enemigo conoce el sistema y Pequeño libro rojo del activista en la red, Marta Peirano se convirtió en una referente sobre la opacidad en la gestión de la información digital y las vías posibles para subvertir las cosas. Su trabajo mereció elogios como el de Edward Snowden, para quien la madrileña de 47 años es “una de las raras periodistas que realmente se han especializado en la intersección de la tecnología y el poder”. Con esos cruces en mente, Peirano analiza las chances de una resistencia ciudadana frente al cambio climático en su último libro, Contra el futuro.
Para eso contrapone dos paradigmas a la hora de pensar la ciencia. Por un lado el de la conquista, personificado en figuras como Elon Musk o Jeff Bezos, para quienes una vez que hayamos agotado todos los recursos de la Tierra, lo único que quede será viajar al espacio… sólo para quienes puedan costearlo. Su verdadero problema es “cómo seguir disfrutando de una cantidad desproporcionada de recursos cada vez más escasos sin pagar las consecuencias (…) No compiten por salvar a la humanidad, sino por desembarazarse de ella”.
Peirano concibe a los magnates tech como una variante apenas disimulada del capitalismo extractivista que impulsa la agricultura industrial que consume más del 70% de las reservas hídricas mundiales y arrasa con los bosques. También advierte sobre la insostenibilidad de un modelo energético donde un puñado de centrales chinas, estadounidenses e indias concentran el mayor volumen de emisiones. No es necesario que todos los países hagan el esfuerzo; lo deseable sería una solución a escala. Conceptos como “huella de carbono” contribuyen a olvidar que, entre 1990 y 2015, el 1% más rico del mundo produjo más del doble de contaminación que la mitad de la población total.
La otra visión concibe al progreso como aquello que sólo puede lograrse gracias al trabajo colectivo. El ejemplo más acabado es la presentación, en abril de 2019, de la primera foto de un agujero negro a cargo del equipo del Event Horizon Telescope (Telescopio del Horizonte de Sucesos), una colaboración científica internacional que hizo recordar a las grandes gestas de la ciencia de principios del siglo pasado.
“Necesitamos aprender a habitar el mundo de forma más abierta, cooperativa y humilde”, avisa Peirano, para quien el problema es más espiritual que instrumental: “Nuestras infraestructuras sociopolíticas son más difíciles de transformar que nuestras infraestructuras técnicas, porque están hechas de ideologías, historias basadas en arquetipos tan fuertemente arraigados que son difíciles de cambiar. Por eso es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El planteo es desafiante: crecer emocionalmente y eliminar los sesgos cognitivos.
Un cambio contra el cambio
El calentamiento global implica tres problemas fundamentales: es amorfo (no está circunscrito a un tiempo o lugar, no tiene una sola causa ni una sola solución), requiere sacrificios inmediatos (a capitalizar en un futuro incierto) y es un tópico lleno de incertezas.
Cuando logremos trascender esos sesgos será el tiempo, por ejemplo, de terminar de entender que el sistema actual de alimentación “mata a más gente que el sexo sin protección, el alcohol, las drogas y el tabaco juntos”, además de ser un factor decisivo en la desigualdad económica y la degradación de la salud pública. Una de las alternativas más sólidas es “La dieta para la salud planetaria”, del consorcio científico EAT-Lancet, capaz de alimentar a 10.000 millones de personas basándose -para sorpresa de nadie- en frutas, verduras, nueces, cereales y legumbres. Si la adoptaran el 54% de los países más ricos, el resultado en la baja de emisiones sería equivalente a que todas las naciones cumplieran los propósitos de la última cumbre COP26.
La otra pata fundamental es volver a amigarnos con los espacios verdes. El concepto de “biofilia” marca que somos más inteligentes, sanos y felices cuando ganamos acceso a los entornos naturales. “Simplemente mirar un rato los árboles reduce los niveles de cortisol y adrenalina, las hormonas del estrés”, recuerda Peirano. “Nuestras neuronas visuales responden tanto a la influencia de lo verde que hasta mirar una fotografía de un bosque durante un rato suficiente disminuye la presión arterial, reduciendo notablemente los niveles de ansiedad, depresión y violencia”. Las mejores universidades y centros de investigación están en bosques; también deberían estarlo colegios, universidades, hospitales y cárceles.
Lejos de las soluciones macro, Peirano convoca a las personas y a las comunidades. Así apela al ejemplo de Ciudad del Cabo, que cuando estaba agotando sus reservas de agua implementó un sistema de racionamiento para el cual los vecinos instalaron medidores de consumo y dispositivos de ahorro. “Dejaron de ser usuarios con derecho a un servicio que vale la cantidad que se paga para convertirse en guardianes de un recurso valioso, finito y compartido”; se convirtieron “en una comunidad informada, capaz de exigir decisiones económicas y políticas para salir de la crisis”.
Otra esperanza reside en la emergencia de redes que conecten a los vecinos para abordar temas de salud, escolarización, movilidad o monitoreo de la calidad del aire, sin renunciar a la soberanía de los datos locales. Contra el modelo panóptico y acumulador de las big tech, la periodista propone un esquema de “Nubes Temporales Autónomas” donde los datos estén disponibles solo el tiempo suficiente para crear protocolos o resolver crisis puntuales, y que se disuelvan una vez cumplida su función.
Una colaboración de esta clase entre personas, instituciones y empresas para la gestión coordinada de los recursos “es la estrategia más apropiada para mitigar, retrasar y potencialmente corregir los efectos de las crisis climática”, avisa Peirano, convencida de que “podemos convertirnos en un ejército civil contra la crisis climática, aprendiendo a ser mejores vecinos con todos nuestros vecinos, incluyendo al resto de las especies con las que compartimos el planeta”.