Por Pablo Corso para RP. Era una sensación abrumadora. Después de bajar por la escalera mecánica a las espaldas de Galerías Pacífico, el subsuelo de la calle Florida se abría como una promesa infinita. En una estancia luminosa, de pasillos amplios y anaqueles impecables, miles de discos compactos, revistas y vinilos presidían la escena. El tercer local porteño de Tower Records estaba a la altura de las fantasías de todos: los ansiosos por las novedades, los fanáticos a la caza de la joya esquiva. Fue posible gracias a una estrategia empresarial agresiva y al último coletazo de la furia importadora del menemismo.
Clarín lo había anunciado el 13 de enero de 1997 en un texto de apenas 70 palabras: “Llega el rival de Musimundo”. La bajada explicaba que la cadena californiana abriría “tres locales de gran tamaño” en Buenos Aires y apuntaba a un público selecto, mientras que su competidor seguiría apostando a lo masivo y a una expansión por el interior. Los porteños tenían razones para sentirse privilegiados. La ciudad sería una de las 15 en todo el mundo con presencia de Tower, que había iniciado su experiencia argentina en la vieja galería Capitol de Santa Fe y Riobamba, “un emporio de tres plantas plagado de unos 65 mil títulos musicales”. Después llegarían las sedes de Cabildo y Juramento, Microcentro, Village Recoleta, Pilar, Puerto Madryn, Córdoba, San Isidro, La Plata y Caballito.
La contracción fue tan feroz como la expansión. “En 1999 las ventas de Tower Records superaban los mil millones de dólares al año. Apenas cinco años después, la compañía se declaró en quiebra”, grafica el documental All Things Must Pass, dirigido por Colin Hanks, hijo de Tom y estrella de la serie Fargo. La historia se estructura con el relato de Russ Solomon, el joven que en los 60 reconvirtió un negocio familiar mínimo en un supermercado de discos.
Fundada en 1960, la marca de las letras rojas sobre fondo amarillo se expandió a Europa, Japón y Latinoamérica. Sus años dorados fueron los años de gloria del rock. Su estilo de negocios, descontracturado y con derrapes controlados. “Permitía noches de alcohol y drogas siempre que se llegara al trabajo en tiempo y forma”, recuerda el diario La Capital, que también describe cómo Solomon se toma la cabeza cuando habla de la sucursal de la calle Santa Fe, “ese gigante que terminó siendo un fracaso”. A nivel global, el declive llegaría gracias a la misma revolución digital que había potenciado a la empresa: el CD la salvó, el MP3 la hundió. La bancarrota llegó en 2016. Dos años después, la muerte de Solomon, a los 92.
Hoy Musimundo vende heladeras y los locales de Tower llevan mucho tiempo cerrados. Pero todo vuelve. Tres lustros después de clausurar su operación global, los herederos de Russ apuestan por la reencarnación desde TowerRecords.com, una web con medio millón de títulos en vinilo, cassettes y CDs. Con estética retro, presenta productos exclusivos de bandas como Metallica y Nirvana, eventos musicales por Instagram, marketing propio (remeras, gorras, stickers) y el relanzamiento de su revista Pulse!. “Mucha gente está muy feliz de tomar fotografías cuando reciben un pedido, y lo publican en Instagram”, celebró el nuevo CEO Danny Zeijdel, consciente de los nuevos tiempos.
¡(Re)Viven!
La traducción literal de Revivalism refiere a los cristianos evangélicos renacidos, aunque en este caso sería mejor hablar directamente de revivalismo. “Abrumadas por la tecnología y la sensación de que la vida ahora es demasiado compleja y superficial, las personas buscan experiencias más simples que ofrezcan una sensación de nostalgia y les recuerden un momento más confiable”, explicó Rohit Bhargava, fundador de The Non-Obvious Company, durante la edición online del SXSW. Las preguntas se simplifican: ¿qué y quiénes son realmente esenciales?
El regreso de los vinilos, las polaroids, los muñecos de He-Man y los juegos de mesa hablan de ese momento de duda y de ese deseo de volver al paraíso perdido. Y el redescubrimiento analógico, paradójicamente posibilitado por internet, impulsa la segunda vida de otra marca emblemática del siglo pasado.
Gracias a la pericia de su ingeniero Steven Sasson, Kodak lanzó en 1995 la primera cámara de fotos digital. La marca que hasta entonces se asociaba a rollos, revelados y negativos terminaría cayendo por el peso de su propio éxito. La conversión de hábitos y consumos que disparó la nueva criatura derivó en el derrumbe imparable de su negocio tradicional, hasta que en 2012 se declaró en bancarrota. Pero, otra vez, no estaba dicha la última palabra. A mediados de año, el saliente Donald Trump anunció un préstamo de 765 millones de dólares para que Kodak -hoy enfocada en el desarrollo de materiales, cámaras sumergibles y hasta una línea de ropa- empezara a fabricar insumos para medicamentos en medio de la pandemia.
Más allá de la ramificación del negocio, la empresa no olvida sus raíces y busca reinventarse como un jugador relevante en la industria cinematográfica. Las ventas a Hollywood vienen subiendo en los últimos cinco años, mientras los directores influyentes pelean por mantener el uso del celuloide, reveló una nota de Bloomberg. Cuatro de los films nominados al premio mayor de los Oscar 2020 se rodaron con su película: Érase un vez en Hollywood, Mujercitas, El irlandés e Historia de un matrimonio. El éxito inesperado la llevó a invertir en nuevas instalaciones y a contratar más empleados. Mientras tanto, el formato de 65 milímetros tiene más salida que nunca. Usado para los films de Imax y la saga de James Bond, ofrece una apariencia suave y cálida, que hace que las escenas en exteriores sean más brillantes y les sienten mejor a los actores.
En los últimos Kodak Film Awards, el evento donde se honra el amor por el celuloide, Quentin Tarantino agradeció a la empresa “por existir y por darme la forma artística que amo tanto”. Kodak necesita fortalecer la alianza con esos pesos pesados. La pelea sigue siendo desigual. Hacia 2018, el 91% de los blockbusters se habían creado en digital. Pero Tarantino insiste. Su New Beverly Cinema, de Los Angeles, sólo exhibe películas filmadas en celuloide. El director atesora una copia en 35 milímetros del western clásico Junior Bonner (Sam Peckinpah, 1972). Está descolorida, pero ya la pasó al menos seis veces. “Si pudiera hablar, ¿qué me diría?”, se pregunta. “¿En cuántos cines se exhibió? ¿A cuántas audiencias entretuvo? ¿Cuántas personas se rieron con esa película? ¿Cuántas lloraron? Todo con esa única copia. Eso tiene que significar algo”. Algo esencial, algo que se resiste a morir.