Sergio Olguín tiene ideas claras y punzantes, que expresa en frases honestas con modales amables. Su talento está imbricado en un profundo sentido de justicia. Escritor, guionista y venenoso hincha de Boca, es generoso con los colegas e impiadoso con los peces gordos. Mientras avanza en distintos proyectos para cine y series, el autor de las novelas Oscura monótona sangre –Premio Tusquets de Novela– y la saga de Verónica Rosenthal –un fenómeno de culto y masivo al mismo tiempo– habla sobre los efectos de la pandemia en el oficio, los secretos de la literatura popular, su relación con la industria y la crisis del periodismo.
Solo escribe en su casa. Lejos de la torre de marfil o el cono de silencio, el exeditor de diarios y revistas piensa y tipea en medio del ruido, con la tele prendida y la familia en tránsito. Es su caos ordenador. Cuando necesita introspección, se sienta frente a la pantalla a medianoche y deja que las cosas sucedan hasta la madrugada. Pone música (algunas canciones terminarán en las playlists que él mismo arma para acompañar cada lanzamiento) y disfruta del contacto directo con sus personajes: el yin del yang diurno. Pero en tiempos de pandemia, el tiempo y el espacio también se desordenaron para él.
¿Cómo cambiaron esas nociones?
El espacio cambió en relación a las otras partes del mundo en que me muevo: editores, guionistas, productores. Las videollamadas dan a la realidad un sentido muy distinto del que teníamos antes. Lo virtual se ha vuelto lo real. Estás tan lejos de tu vecino como cerca del que tenés a 10 mil kilómetros. Por otro lado, a partir de la cuarentena ha habido un mayor pedido a los escritores de participación en actividades, charlas, ferias y festivales. Tomé la decisión de no hacerlo, ya que iba a interrumpir todas las actividades del hogar. Resultó muy cómodo, aunque entiendo que es molesto para los organizadores. Es muy raro lo que pasó con el tiempo. El real, presente, puede hacerse muy largo. Pero el hecho de que casi todos los días sean iguales, y uno tenga una rutina más repetitiva, hace que las semanas se pasen de manera mucho más corta. Por eso he intentado mantener la idea de fin de semana. Trato de que sea distinto del resto de los días. Trabajo menos, me levanto más tarde y paso gran parte del día haciendo lo que me gusta, para que ese tiempo también sea un lugar distinto.
¿La página en blanco fue un problema en estos meses?
No conozco periodista que haya tenido problemas con la página en blanco, sobre todo si trabajaste en una redacción. Si viene el jefe, te pregunta cómo venís con la nota, y le decís “hoy no estoy muy inspirado, la página en blanco me produce agobio”, te echan. Yo trasladé esa dinámica a la literatura. Por lo general, me siento y escribo todos los días. Pero es cierto que pasé mucho tiempo sin poder escribir la nueva novela de Verónica Rosenthal, donde daba vueltas el tema del aborto: un asunto muy periodístico, que la sociedad argentina sigue discutiendo. Estar metido todo el tiempo en la polémica y en mi interés porque se apruebe la ley de despenalización, hizo que no pudiera tratarlo desde un punto de vista literario, hasta que en un punto me di cuenta por dónde tenía que ir. Cuando empecé, en enero de este año, no paré hasta terminarla en abril. Fueron cuatro meses muy intensos.
Una saga nacional
Verónica Rosenthal es joven, atractiva, lanzada: una periodista arquetípica en un mundo de villanos corporativos y orilleros, siempre más poderosos. La fragilidad de los cuerpos, su presentación, la mostró luchando contra una mafia que apostaba con niños que arriesgaban su vida en el ferrocarril; Las extranjeras, investigando un doble femicidio en la alta sociedad norteña; No hay amores felices se mete con otra mafia, esta vez de policías, monjas y médicos. La saga es un éxito probado: Olguín promete llegar a las diez entregas. Como Stieg Larsson con Millennium, pero sin morir antes de la cuarta.
¿Qué encontraste en esta serie?
Por un lado, un personaje. Por el otro, un universo: los personajes que la rodean. En cada libro se va armando un entorno muy rico para tratar literariamente. Es un personaje que tiene todo aquello que me gusta. Puedo incluir muchas cosas que me interesan discutir del periodismo, y el hecho de que sea una mujer me permite probar muchas más cuestiones que ya fueron probadas en personajes masculinos: la idea de un protagonista independiente, que puede ser agresivo y hace lo que se le canta, algo muy típico de la novela policial. Me divierte hacer literatura desde un lugar que no es el propio.
¿Qué podés contar de la nueva novela?
Hay un leve giro en el género, con algo de novela de espionaje. Influyeron un poco mis últimas lecturas de John le Carré, un autor que descubrí hace unos años y del que ahora soy fanático. Y hay un tema muy importante, que es explicar de dónde viene Verónica: cómo fueron su infancia y preadolescencia. La novela cuenta sobre sus orígenes en la casa de sus abuelos maternos en Villa Crespo. El abuelo, que la marcó mucho, emigró de Polonia a Palestina, y justo antes de que se creara el Estado de Israel vino a la Argentina, donde en los primeros años mantuvo una militancia comunista. Todo eso conformó la personalidad de Verónica, incluyendo su amor por Atlanta, que es su vida y la de su abuelo.
Nacional y popular
“A veces tengo la sensación de que mis libros son distintos unos de otros, y después me doy cuenta de que van repitiendo las mismas obsesiones”, dice Olguín. Si tuviera que encontrar un eje transversal en su obra, arriesgaría que es la idea de que el protagonista no puede resolver sus problemas en soledad. Quiere que cada personaje sea fuerte y recordable, “que su carácter esté definido de tal manera que uno pueda sentir que tienen una vida fuera del texto, que puede estar en la esquina de tu casa, que podés ser vos mismo”. Es una herencia de su amor por la literatura del siglo XIX –Stendhal, Flaubert, Dostoyevski, Tolstói, Dickens y Austen– pero también de los autores que nutrieron su infancia: Verne, Salgari, May Alcott.
¿Cuándo empezaste a convencerte de que podías vivir de la escritura?
A los 17 años aposté por ser periodista. Para mí, la escritura tenía que ver con eso. Después hubo una escritura más literaria (cuentos, novela e incluso poesía) más vinculada con la diversión y con publicar en algunas revistas, sin preocuparme demasiado del correlato económico. Cuando presenté a una editorial Lanús, mi primera novela, no podía creer que ofrecieran pagarme un adelanto. Y de pronto me di cuenta de que estaba escribiendo libros, que disfrutaba mucho con la ficción. Entonces coincidieron un par de cosas fundamentales: en 2012 salió La fragilidad de los cuerpos y Polka terminó comprando el proyecto para televisión [con el protagónico de Eva De Dominici]. Además cerró El Guardián, la revista en la que trabajaba, y hubo una indemnización en cuotas. Decidí que, mientras aportaba a la familia con esa plata, me dedicaría a la ficción. Escribí otras novelas, empecé a meterme más en el mundo audiovisual y a vivir de la escritura.
¿Cómo se hace para escribir buena literatura popular?
Escribir buena literatura es difícil de cualquier manera. No es fácil hacerlo como Peter Handke o Thomas Bernhard. Por cada escritor brillante, tenés diez imitadores de pésima calidad. Me encanta la idea de ser un escritor popular, en el sentido de que está piola que la gente pueda divertirse o pasarla bien con mis libros, sin la necesidad de tener una formación especial. Es un logro llegar a ese público. Pero si vamos a lo puramente comercial, hay escritores “no populares” o “más difíciles” que venden muchísimo más que yo. Siempre hago este chiste: soy como J. K. Rowling, pero ella tiene 40 o 400 millones de fanáticos, y yo tengo 40 o 400. El fenómeno es el mismo: esos 40 locos que quieren leer mis libros se comportan como esos 40 millones que quieren leer los suyos. Me gusta cuando los descubro; tenemos un buen ida y vuelta en Twitter.
¿Cómo te llevás con la industria editorial?
Tengo una buena relación con los editores, pero también insisto en que el escritor es un trabajador como cualquier otro, que debe defender sus derechos. Para decirlo de manera generosa, las editoriales suelen tener un comportamiento errático con los escritores. Te hacen firmar contratos por no menos de cinco años, pero no se ocupan del libro durante todo ese plazo. Lo publican, lo abandonan y es muy difícil recuperar los derechos. Con Filo y La fragilidad de los cuerpos me llevó años, a pesar de que los editores no estaba interesados en hacer nada con ellos. Discuto bastante por contratos, tiempos, formas de pago y derechos subsidiarios (de adaptación y producción, que por lo general me quedo). Todavía hay mucho abuso, sobre todo hacia quienes publican sus primeros libros. Por suerte, las sociedades de escritores se están ocupando de asuntos como la obra social y la jubilación, que espero terminen de resolverse en los próximos años.
Hace poco compartiste tu opinión a favor de la distribución gratuita de libros digitales.
Estoy absolutamente a favor de que la gente se baje los libros, incluso los míos. En las páginas donde se comparten gratuitamente solo están los que alguien decidió que valía la pena subir, así que me llena de orgullo cuando aparece alguno. No estoy a favor de la venta pirata en plataformas como Mercado Libre; los libros se venden con los derechos. Pero estar en contra de quienes comparten libros digitales es como estar en contra de que haya muchas bibliotecas en la ciudad. El libro digital he venido a reproducir las obras de manera infinita. Eso puede atentar contra la posibilidad de venta, pero habrá que buscar otra forma de supervivencia. Al fin y al cabo, los escritores nunca vivimos enteramente de nuestros libros.
Claroscuros del periodismo
Cuando piensa en las leyes tácitas de la prensa, Sergio Olguín no puede evitar sentirse un poco viejo: “Lamentablemente tengo que decir que en mis tiempos se hacía mejor periodismo”. La distinción entre tropa y jefatura es más decisiva que nunca: “En Página/12, Infobae, La Nación y Clarín hay artículos excelentes. Muchísimos periodistas hacen muy buen trabajo en todos los géneros, pero en la mayoría de los medios está fallando la edición”. Publicar sin chequear y construir noticias a partir de tuits dudosos es una práctica cada vez más común, no solo responsabilidad del redactor. “Hay una enorme crisis de editores, de jefes y de los propios editorialistas, esos periodistas que tienen una voz propia y opinan en base a prejuicios, lugares comunes y a lo que espera su público”, lamenta.
¿La dinámica de escribir para los convencidos también implica una responsabilidad del lector?
Sí, no le interesa tanto la realidad como que le confirmen lo que piensa. El periodismo que no se pelea con sus lectores, cuando antes solía haber una zona de conflicto, discusión y polémica, ha influido muy negativamente. Además está el tema de la precarización laboral. Un periodista hace diez notas por día, cobra dos mangos y encima se tiene que preocupar por cuántos clics le hicieron. Tampoco tiene seguridad social, porque la mayoría son colaboradores. Los empresarios periodísticos se han aprovechado de los cierres de medios para ajustarles las tuercas a los que están trabajando, mientras el sindicato de prensa, la UTPBA, defiende de manera pésima los intereses de sus afiliados.