Frágiles, el último libro de la española Remedios Zafra, bucea en las trampas y en los desengaños -pero también en los goces latentes- de nuestras «vidas-trabajo». En diálogo con Reporte Publicidad, la autora rastrea causas y consecuencias de las rutinas que nos vuelven cada vez más ansiosos, mientras se empeña en encontrar otras formas de habitar este mundo.
A fines de 2017 Remedios Zafra publicó El entusiasmo, un ensayo donde se preguntaba cómo la vocación volcada en los trabajos culturales, creativos y académicos contemporáneos queda subsumida en «un sistema que favorece la ansiedad, el conflicto y la dependencia en beneficio de la hiperproducción y la velocidad competitivas». La ronda de prensa posterior la enfrentó a una incomodidad primero imprevista y después bienvenida. Al otro lado del teléfono había una escritora. Estaba formada y tenía un trabajo que amaba, aunque su rutina laboral transcurría entre la precariedad y la incertidumbre. «La noté algo molesta desde el inicio de nuestra charla -escribe Zafra- y al final estalló reclamando mi responsabilidad». La descripción de aquellas existencias cruzadas por la angustia la había interpelado demasiado. «¿Dónde queda la esperanza?», azuzaba la entrevistadora, que reprochaba a la autora haberla incomodado sin ofrecer una alternativa tranquilizadora. De ese malestar nació Frágiles, que se estructura como una serie de cartas escritas para aquella mujer pero en rigor se nutre de diversos diálogos con creadores, científicos y periodistas dispuestos a compartir experiencias personales. «Era una responsabilidad por mi parte unirles en la escritura y hacerlo público, porque, desplegados junto a quienes se referían, merecían reconocerse solidariamente en los otros», justifica Zafra, cuyas preguntas demuelen e inspiran al mismo tiempo: ¿por qué nuestras dinámicas laborales explotaron en esquirlas de burocracias, bases de datos y obligaciones dispersas? ¿Por qué pasamos la vida agotados y ansiosos, atrapados en una carrera marcada por plazos, pantallas y números?
Taxonomía de la ansiedad
Entre muchas otras cosas, internet hizo estallar la idea de una esfera laboral separada de la esfera privada y del tiempo íntimo. Las cortinas, la tele, el sofá, solían ser distintos a los de los lugares de trabajo, recuerda Zafra. Hoy, sin embargo, los departamentos parecen oficinas, y las oficinas parecen departamentos. Un contexto especialmente complejo para el trabajo creativo, que además tiene sus propias leyes:
Cuando se escribe o se diseña, cuando se canta o se piensa, nosotros vamos adjuntos, y la crítica que todos creen poder hacer sobre nuestra obra se cierne implacable como la mayor causa de daño para quien crea. Nada hace sentir más frágil a un trabajador creativo que exponerse en su trabajo y hacerlo, como hoy, en escaparates tecnológicos sin párpados, esos que nunca descansan. A priori, no extraña entonces que esas vidas-trabajo sostenidas en la sobreexposición estallen en una ansiedad normalizada.
Esa ansiedad se retroalimenta. «En gran medida son los propios trabajadores precarios y autoexplotados los que se invitan y proponen sin descanso, neutralizando sus tiempos bajo la impresión de que es uno mismo el que se autosomete, mientras también se autoexplota el colectivo», advierte la autora. En un mundo en donde las pantallas nos salvan y nos dañan, «dibujar como deseable para el sujeto un trabajo que anteponga creatividad a salario o tiempo es una estrategia impecable para quienes hoy se benefician y lucran de esta situación, mientras apuntan a quienes la sufren como electores de lo que tienen». Líquido y contingente, el trabajo se derrama y nos desborda. Pero la sensación de injusticia no debería hacernos olvidar del sustrato que nos moviliza. «¡Líbrese de que la pasión desaparezca, de que al sujeto desapasionado, como una máquina, le nazca y endurezca ese desapego, no como un estado sino como una identidad desengañada!», pide Zafra. Es una entrevistada cálida y atenta, de respuestas profundas y desafiantes.
¿Los responsables de diseñar este mundo planearon conscientemente que los trabajadores se sumieran en los estados que describís o fue simplemente un «efecto colateral»?
Es interesante este enfoque, pues efectivamente presuponemos que ni en las empresas ni en los líderes tecnológicos hay una premeditación expresa a dañar a las personas, sino un propósito claro (y en un marco neoliberal legítimo) de enriquecerse y sacar mayor beneficio económico a menor coste. Y de hacerlo además con mensajes siempre positivos y esperanzadores, que palian ansiedad con consumo en sus consignas. Pero cuesta pensar que no son conocedores de las adicciones, inercias y desigualdades que ayudan a mantener. Bajo este prisma podríamos verlo como efecto colateral, pero son daños de los que sacan partido. Cuando este poder actúa desprovisto de responsabilidad ética y sobrepuesto a otros poderes ciudadanos creados para pensar en los derechos y libertades de las personas, el resultado se parece mucho al mundo actual. Me cuesta pensar que estas consecuencias se desconozcan, aunque sí es probable que se infravaloren, buscando desviar la responsabilidad, proyectándola en un sujeto que se «autoexplota» porque quiere.
Alimentar esta idea me recuerda a la forma en la que el patriarcado se ha sostenido, convirtiendo a las mujeres en agentes mantenedoras de su propia subordinación. Es decir, proyectando sobre ellas la perversa función de conservar un sistema que las denostaba (alentando la enemistad entre ellas, aislándolas en la esfera privada o legitimando un tipo de vida-trabajo que ocupaba gran parte de su energía psíquica). Las formas en que estos poderes operan nunca mostrarían esa dimensión premeditada, sino que acontecen más bien de forma silenciosa y reiterada normalizándose en la sociedad, generando deseo, necesidad y expectativa. Cuando esas formas de poder son globales y regidas por el mercado, cabe esperar que hasta los sujetos sean tratados como productos.
Pausar el mundo
El diseño laboral del siglo XXI tiene su correlato en un modo de interpretar el mundo. «Producimos opinión, reunimos archivos, recogemos y guardamos, descargamos textos, pero no necesariamente los leemos, no necesariamente los componemos en nuestro pensamiento. Esto exigiría sombras, omisión, decisión, conflicto», recuerda Zafra, que destaca la sentencia del filósofo surcoreano Byung-Chul Han: «La información es acumulativa y aditiva, mientras que la verdad es exclusiva y selectiva».
¿Cómo podemos profundizar en esos mecanismos de exclusión y selección, en un mundo que va en sentido contrario?
Me parece que solo los desvíos, frenos o giros permiten romper el bucle de «lo siempre igual». En este caso, frenar las lógicas acumulativas que se naturalizan en un contexto que equipara valor a audiencia y a números. La verdad -incluso entendiéndola como pluralidad- necesita contexto, contraste para conocer y desarrollar un juicio crítico. Esto requiere un tiempo que la red no suele proveer. El mundo excedentario que caracteriza la vida online alienta una percepción más superficial de las cosas, como si el texto se hiciera imagen, y pasáramos sobre él a golpe de vista, buscando solo titular, negrita o resumen, evitando el espesor, el desarrollo y la narración necesaria, para acceder no ya a una verdad, sino a las formas en las que se construyen esas verdades, a la credibilidad que generan.
Los ejemplos de desinformación y posverdad son en este sentido seña de época, pues se sostienen en la acumulación de números apoyados en posiciones emotivas y en datos descontextualizados, que nadie se preocupa por contrastar. La prisa es aliada de la desinformación y la mentira. Contar con servicios públicos y con servicios informativos exigentes y selectivos, que hagan visibles los criterios bajo los que actúan (es decir, que sean transparentes a diferencia de muchos algoritmos), sería una de estas formas.
El cuerpo resistente
Su vida personal es un desafío intenso. Además de haber perdido a una hermana, sufre desde hace tres años el agravamiento del síndrome de Alport, una enfermedad genética rara que -unida a una degeneración macular- le dificulta ver y oír. «Temí no poder escribir más, y eso para mí era trágico… Me aparté y me concentré en dar otro sentido al tiempo disponible», confesó al diario La Vanguardia. Con la ayuda de dos lupas y unos audífonos, todos los días se esfuerza por conseguirlo. El aprendizaje continuo de grandes y pequeñas cosas -caminar con el bastón, identificar monedas y billetes con el tacto, leer botones con los dedos- la llevó a concentrarse en un mantra sencillo y valioso: orden y tiempo. Mientras su cuerpo se replegaba, su interioridad se desplegaba. «En la pantalla no soy menos que usted», escribe a la destinataria de Frágiles. «No se imagina hasta qué punto esta combinación de pantalla y casa me igualan -y a veces hasta amplifican- respecto a los umbrales que marca mi cuerpo».
En referencia a tu enfermedad (ver recuadro), confesás que «he tardado en darme cuenta de que debía evitar responder literalmente a la pregunta «¿Cómo estás?»». ¿Este mundo nos volvió más insensibles, menos empáticos?
Este mundo no favorece la empatía porque dificulta el permanecer frente o junto al otro, o escucharlo de veras. La velocidad a la que vamos tolera la infiltración de preguntas cordiales pero no sus respuestas. Cada cual carga con su particular mochila de presiones, y los días se llenan de rutinas que sentimos obligatorias aunque parezcan elegidas: trabajar, ir al banco, al médico, planificar comidas, atender a hijos o a padres, gestionar llamadas, reclamar recibos, gestionar compras y alimentar las redes. También conocer lo que pasa en el mundo a través de un bombardeo constante de noticias que en sus distintas dimensiones -pandemia, guerra, gobierno, leyes, desigualdad, economía- nos hace vivir en un estado de ansiedad normalizada.
La concatenación de pequeñas tareas (que se hacen losa de quinientas sábanas) hace que toda esa labor pase desapercibida pero vaya erosionando al sujeto. Sabernos frágiles ayuda a frenar y a compartir esta pregunta con un grado de profundidad mayor, con la empatía necesaria para comprender y advertir que a la mayoría nos pasa, que es un problema, que nos vendría bien escucharnos y respondernos de veras a esa pregunta.
El libro describe tus búsquedas y esfuerzos por encontrar momentos de silencio e introspección. ¿Cómo ayudan esas instancias para encarar tu día en particular y tu vida en general?
De esos momentos nace la narración y la autoconciencia. Una vida privada de introspección es una vida esclava o domesticada. Si nos limitamos a seguir las rutinas que nos marcan los ritmos laborales y vitales, el mundo se nos hace fondo y se apaga la capacidad de enfocar, de prestar atención y profundizar en lo que pasa, percibimos o en lo que pensamos. En un mundo donde la prisa es la norma, las palabras se hacen ruido y se favorece que las formas de poder y control se repliquen sin resistencia. En mi caso, la merma de sentidos como la visión y la audición han sido un freno -también obligado- que ha favorecido ese tiempo imprescindible para implicarme con sentido en lo que hago, para escribir. En cierta forma, esta dificultad para ver derivada de una enfermedad ha sido un impulso para poner en valor «los párpados» y su sombra, que se vuelven imprescindibles para enfocar allí donde todo se hace imagen y estímulo.
Al hablar de la pandemia, te preguntás qué pasaría «si al terminar la reclusión obligada todo volviera a ser como antes, cegados por la socialidad perdida, y no pudiéramos quedarnos con la atención recuperada». ¿Cuál sería tu respuesta ahora?
La pandemia ha sido probablemente una de las épocas en las que más se ha leído y más se ha escrito. Ese zarandeo planetario ha servido para extender una práctica reflexiva muy deteriorada en los últimos tiempos. A muchos incluso les ha valido para tomar decisiones importantes. En lo que en Estados Unidos han llamado «la gran renuncia», millones de personas han tomado la decisión de dejar sus trabajos, de romper la mecánica de la maquinaria productiva. Porque hasta ahora el sistema capitalista se ha sostenido en que, ante la precariedad de muchos, podía permitirse despedir o prescindir de los servicios de sus trabajadores. Siempre había otros igual de precarios dispuestos a hacer esas tareas.
Este movimiento, complejo en sus aristas y matices, se ha materializado en un contagio masivo de decisiones no esperadas, ni siquiera por la lógica algorítmica que describe a las masas a la par que las anticipa, pero no siempre. Creo que lo vivido ha servido para muchas cosas y debiera valer para mejorar formas de vida, solidaridad y trabajo. Ese valor posible no es algo que venga dado sin esfuerzo, sino que hay que extraerlo con voluntad, pues a poco que nos descuidemos, las mermas que hemos sufrido en la pandemia pueden usarse como nuevo umbral de normalidad que legitime menos servicios públicos. Cabe estar atentos.
Los caminos de la esperanza
Si son malos tiempos para las vidas introspectivas y los proyectos lentos, son buenos tiempos para «buscar maneras de hacer la vida no solo «vivible», sino emancipada y autónoma», propone Zafra, que persigue los valores que la época se empeña en desechar: profundidad, imaginación, solidaridad. La salvación está dentro de nuestras propias pasiones: en la ideación de nuevos imaginarios, en la intervención crítica frente a la opresión que alienta la cultura de la ansiedad. El objetivo está claro: «Limpiar de abusos, sobreproducción, burocracias y duplicidades los trabajos, alimentar la confianza y la responsabilidad en los trabajadores y reivindicar como tribu mayoritaria la de quienes aspiran a la vida como centro desde el trabajo justo y pagado».
Además de sugerirnos bajar las expectativas desmedidas (entender la felicidad como un gradiente y no como un absoluto), Zafra propone cambiar el juego. Quizá la felicidad no sea lo que el sistema busca vendernos (triunfo, producción, acumulación) sino lo que la imaginación nos ayude a construir. La clave está en la horizontalidad: una búsqueda de emancipación individual y colectiva incentivada «por un deseo de justicia social, de autonomía y saber, de investigación y cultura». El malestar puede ser contagioso; la esperanza debe ser activa. Sus palabras resuenan con fuerza por estos días:
En los conflictos humanos la palabra victoria debiera cambiarse por cuidado mutuo. Una victoria implica derrotar y vencer, pero solo cuando entendemos la vida como cuidado de distintas vidas evitamos repetir la historia de siempre, esa que cuenta cómo tal o cual general ganó una guerra y otros la perdieron.
Más allá de las formas de sindicalización tradicionales, ¿cómo pueden los trabajadores sostener su rechazo a las dinámicas que los perjudican espiritual y económicamente?
Necesitamos crear nuevos vínculos comunitarios. En cultura la tradición sindicalista no ha existido. Por el contrario, se ha idealizado al sujeto creador como alguien solitario. En el contexto digital capitalista se alienta la idea del sujeto-producto, en tanto la visibilidad se convierte en un valor en alza y el escaparate 24/7 incita a ser visto como manera de existir para el mercado y para el trabajo. Creo que la resistencia viene de la transformación de estas formas de exhibición -y a menudo de rivalidad- desde una revitalizada idea de lo compartido que nos une y crea «contagio».
En Frágiles escenifico la interlocución epistolar (por tanto pausada y reflexiva) de dos personas que comparten lo que, siendo íntimo, resulta opresivo. Al hacerlo, no solo se sienten acompañadas sino que descubren algo comunitario en lo que pensaban que era individual. Eso es para mí un ejemplo de nueva colectividad (…) Hablamos de una multitud que no se veían entre ellos, pero que están haciendo reflexivo su contexto de trabajo y de creación. No es baladí que en los últimos años en distintos lugares del mundo el trabajo cultural y creativo haya puesto el punto de mira en «sus propias condiciones de trabajo».
¿Qué trabajos o trabajadores son mejor recompensados en ese deseo de justicia y de autonomía?
El tiempo es el gran valor para los humanos. Me parecen deseables los modelos que tienden a jornadas laborales menores y a mayor disponibilidad de tiempos propios, así como trabajos que favorezcan mayores grados de igualdad. Es decir, que aquellos modelos que reduzcan las desigualdades elevando (y no mermando) derechos siempre serán mejores que los que amplíen desigualdades o los que condenen a las personas a compartimentos estancos y rutinarios que se apropian de la mayor parte de sus tiempos. Los trabajadores que disponen de más tiempo y de un mayor control en el uso de su tiempo son más libres (…). En ese punto encontramos interesantes relatos como los de Sara Ahmed [la académica británicaaustraliana especializada en las intersecciones entre feminismo, raza y poscolonialismo] cuando habla del «ama de casa feliz», la crítica negra del mito del «esclavo feliz» o la crítica queer de la sentimentalización de la heterosexualidad en términos de «dicha doméstica». En ellos, las inconformes a menudo son descritas como amargadas e infelices, pero en esa crítica de quien se posiciona como sujeto libre palpita la conciencia y una forma de felicidad que no excluye el malestar como parte necesaria de esa emancipación.
¿Creés que los destinatarios de Frágiles lograrán «reconocerse solidariamente en los otros»? ¿Tuviste más noticias de la destinataria de tus cartas?
Muchos lectores de El entusiasmo me escriben o comparten sus experiencias, ahora que volvemos a coincidir con cuerpos adjuntos. Me sorprende que los libros tengan esa capacidad de hacer de interruptores de conciencia, y me siento muy interpelada por la responsabilidad que esto supone cuando se hace reflexivo un tema. Muchos me hablan de sus cambios de trabajo o de su reenfoque, y todos del malestar que les generó verse identificados con lo que se narra primero en El entusiasmo y después en Frágiles. Un malestar que cada cual gestionará a su manera, pero no se puede negar al pensamiento que, en su capacidad de generar transformación (individual y colectiva), siempre comienza «perturbando». Sobre la interlocutora con la que converso en el libro, que es una figuración político-poética de muchas otras, he encontrado a la mayoría y sigo conversando con ellas. No sé nada sin embargo de la que me preguntó «¿dónde queda la esperanza?». Me gustaría reencontrarla y saber cómo está.
Perfil
«Mantengo desde que recuerdo un rostro aniñado y redondo que chirría con mis arrugas y años, una voz aguda y adolescente y un cuerpo demasiado pequeño para abrazar cómodamente a los altos», escribe Remedios Zafra, nacida hace 49 años en Zuheros, un pueblo andaluz de seiscientos habitantes. Escritora y científica titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas español, confiesa que «en una reunión académica me dejarían fuera por tener aspecto y actitud de candidata y no del tribunal que juzga. No parezco saberlo todo ni siquiera sobre saber poco, aunque algo sé». La modestia choca con su currículum. Especializada en el estudio crítico de la cultura contemporánea, la creación e internet, fue profesora universitaria de Antropología, Políticas de la Mirada y Estudios de Género. Publicó, entre otros libros, El entusiasmo – Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Premio Anagrama de Ensayo), Ojos y capital y Un cuarto propio conectado.
La trampa del algoritmo
La estructura algorítmica de la inteligencia artificial que domina nuestras interacciones digitales, denuncia Zafra, endurece «los límites fluidos de la vida y el saber bajo estructuras de racionalidad excluyente».
Pienso en un sujeto frente a una superficie donde siente que puede verlo todo, acostumbrado hasta el punto de inmunizarse ante un mundo sin secretos, en el niño que cumple sus deseos a golpe de regalo, en quien cada pregunta le es respondida en milésimas de segundo por la máquina. Y esta sensación de indiferencia normalizada me parece clave para las estrategias de las que hoy se valen quienes buscan facilitar las elecciones de forma maniquea (…) Las aplicaciones lo responden todo e incluso se adelantan a lo que usted va a preguntar, terminan su frase, le sugieren búsquedas, queda poco margen para pensar si acaso cabe otra posibilidad para esa predicción o esa estadística. Cuando las máquinas tienen respuesta (y pregunta) para todo, suavemente el sujeto corre el riesgo de apagarse.
Ella, en cambio, opta por la duda: la posibilidad de hacer nuevas preguntas para encontrar otras respuestas.