Por Pablo Corso. “El pájaro ha sido liberado”, escribió Elon Musk el viernes 28 de octubre al concretar su desembarco en Twitter, después de una negociación larga y poco amigable con los dueños anteriores. Los días siguientes no fueron más tranquilos: el también dueño de Tesla y SpaceX decidió activar una batería de anuncios más enfocados en conmover que en enderezar la nave de la red social del círculo rojo.
Fue un carrousel de promesas cumplidas (como el regreso de la cuenta de Donald Trump), medidas fallidas (el cobro a los usuarios verificados) y un interés superlativo en remarcar que empezaba una era de contenidos liberados, en medio de un estado de shock en las oficinas de San Francisco, donde la mitad de los 7.500 empleados -incluyendo a todo el equipo de Derechos Humanos, y a parte de los de confianza y seguridad- se enteraban intempestivamente de que ya no formaban parte de la empresa.
El impacto de esos movimientos iniciales fue tan grande que hasta el alto comisionado sobre Derechos Humanos de la ONU advirtió que proteger la libertad de expresión no implicaba un pase libre para decir -y hacer- cualquier cosa. “Twitter tiene la responsabilidad de evitar amplificar contenidos que puedan dañar los derechos de las personas”, decía la carta abierta de Volker Turk. A juzgar por lo que pasó los días siguientes, el magnate decidió ignorar su consejo olímpicamente.
Organizaciones como la Liga Antidifamación y otras que luchan para contrarrestar el odio digital aseguran que Twitter es hoy un lugar con más mensajes antisemitas, racistas y homofóbicos. “La calidad de la conversación ha decaído, con más extremistas (…) probando los límites de lo que Twitter podría permitir”, criticaron investigadores de la Universidad Tufts. Musk había abonado ese terreno con decisiones dramáticas, como el abandono de la política contra la desinformación sobre la pandemia, otro guiño a su idea de la libre expresión como una conversación sin límites.
Para apuntalar su estrategia, el nuevo CEO busca construirse en oposición a sus antecesores, Jack Dorsey y Parag Agrawal. Nada mejor para eso que una filtración reciente, los “Twitter Files”, que revelan que -durante las últimas elecciones presidenciales- la compañía se habría posicionado a favor de Joe Biden, al ocultar las acusaciones contra su hijo Hunter por delitos fiscales y falso testimonio en la compra de una pistola.
Con el visto bueno de Musk, el periodista Matt Taibbi asegura haber encontrado un intercambio de mails conde los directivos acordaban esconder la información para beneficiar al rival de Trump. En línea con la obsesión del republicano, el nuevo jefe de la plataforma -que tras las filtraciones decidió echar a su asesor general adjunto, James Baker- criticó a los “medios liberales” como The New York Times o The Wall Street Journal por “fijar agendas”… o no fijar las que a él le gustarían. Su enojo llegó a Latinoamérica, al sugerir que era “posible” que Twitter haya interferido en la elección de Brasil que ganó Lula da Silva.
El frente interno
Como ya quedó claro, las cosas no están más tranquilas bajo el mandato de Musk. Después de la bomba de despidos masivos, un grupo de ex empleados se prepara para demandarlo por incumplir con las indemnizaciones acordadas: dos meses de paga, fondos para atención médica y bonificaciones por desempeño. Los abogados ya amenazan con cargar desde múltiples frentes, que incluyen acusaciones por violación de derechos civiles, y adelantan que sus honorarios van a ser más costosos que las propias indemnizaciones (hasta USD 100 mil por caso).
Decidido a demostrar que lo suyo es la mano dura, Musk revoluciona el negocio puertas adentro. Tanto, que ordenó colocar colchones en oficinas y salas de conferencia para que los empleados se sientan libres de pasar el mayor tiempo posible en la compañía. Algunas de esas habitaciones (hasta ocho por planta) ya están en uso; un cambio alineado con el “alto grado de compromiso” que Musk demanda a los sobrevivientes, obligados a trabajar durante “muchas horas de alta intensidad”. El sudafricano también rechaza cualquier avance sobre la modalidad home office, algo que se demostró brutalmente este año, cuando Tesla obligó a sus trabajadores de Shanghái a dormir en la fábrica para reducir la tasa de contagios y evitar suspensiones. Con la salvedad de estar blindado por una fortuna de USD 184 billones, él mismo predica con el ejemplo, ya que se ocupa de contar a quien quiera oír que solía dormir en los sillones de las instalaciones de Tesla, incluso debajo de su escritorio, a la manera de George Costanza en uno de los episodios más memorables de Seinfeld.
Con la batería de noticias sobre el descalabro interno monopolizando la atención pública, Twitter parece atravesar días de estancamiento, lejos de las promesas que implicaban la llegada de un hombre que se autopercibe líder de la innovación global. Para retomar esa agenda, Musk analiza implementar su propia criptomoneda, una obsesión que trae desde antes de quedar al mando. “Es una especie de obviedad que Twitter tenga pagos, tanto fiduciarios como criptográficos”, declaró en una sesión de Spaces ante más de dos millones de oyentes.
Acaso eso lo ayude a recuperar un lugar que le debe haber dolido perder: el de la persona más rica del mundo en el ranking en tiempo real de la revista Forbes. Tras los cimbronazos de la compra, que redujeron la fortuna de Musk en USD 44 billones, este miércoles 7 Bernard Arnault (propietario de Louis Vuitton) empezó a pelear -y por momentos ganar- el número uno. Quizá lo que más inquiete a Musk sean los nombres de quienes acechan en el listado: Jeff Bezos (Amazon), Bill Gates (Microsoft) y Larry Page (Google). Puede que tolere perder ante un forastero, pero nunca superaría que le ganen en su propio juego. Una obsesión que le quita el sueño, mientras le quita el sueño a los demás.