Por Pablo Corso para RP. El último año de la segunda década del siglo XXI empezó recordándonos que vivimos en un mundo más frágil, precario e interdependiente de los que nos gustaba creer. La convivencia hacinada entre humanos y animales en un mercado de Wuhan -la ciudad más poblada en el centro de la República Popular China- generó un virus, bautizado después como COVID-19, cuya expansión paulatina pero descontrolada aterrorizó al mundo en tiempo récord. Las postales del desconcierto empezaron a ser parte cotidiana de la vida retransmitida por medios masivos y redes sociales. Italia se hundía en el conteo desesperado de víctimas. Estados Unidos negaba y reconocía los efectos del nuevo coronavirus en una sucesión esquizofrénica. Con la experiencia asiática y europea como el recuerdo de un futuro distópico, Argentina optaba por medidas drásticas que -en plena contradicción con el ser nacional- nos llevaban al aislamiento total. Todos entendimos que, esta vez, recluirse era sobrevivir.
A medida que el COVID-19 se volvía -y construía- como una realidad ineludible, los portales argentinos emularon ejemplos extranjeros y decidieron liberar todos los contenidos relacionados a la enfermedad. Por única vez, el impopular paywall se derrumbó para dejar vía libre a información “de salud pública y de alto interés informativo” (Clarín) y “por tratarse de un tema de emergencia sanitaria” (La Nación). Como era de prever, las noticias sobre el virus se transformaron en las más visitadas. La última semana de febrero, según el servicio de análisis SimilarWeb, Infobae tuvo 30,1 millones de visitas, que a mediados de marzo habían escalado a 52,3 millones. Clarín subió de 17,6 a 27,5 millones; La Nación, de 11,3 a 18,8 millones.
Sin perder sus líneas editoriales, los diarios oscilaron entre el alarmismo y el servicio público. En la línea del servicio, hubo algunos ejemplos notables en el ámbito internacional. Además de boletín, actualizaciones en vivo y una barra lateral con datos clave, el grupo de medios Caixin lanzó un videodiario sobre Wuhan, el epicentro del brote. The Washington Post lanzó el boletín Coronavirus Updates, con un mapa del brote y pedido a los lectores para enviar preguntas que pudieran abordarse en futuras coberturas. La filial rusa de la BBC centró sus informes en cómo viven las personas en cuarentena.
Después de un artículo sobre una sala de hospital superpoblada en Moscú, los pacientes fueron trasladados a habitaciones privadas en diferentes hospitales. Basándose en un modelo predictivo, un mapa interactivo de Eldiario.es explicó qué posibilidades se tenía de contraer el virus según el municipio. Vía Instagram, el diario egipcio Akhbar.masr se ocupó de masificar una advertencia del Ministerio de Salud sobre equipos de falsos fumigadores que vendían servicios de esterilización de los hogares.
Sin grandes inversiones en innovación, los medios argentinos -en crisis permanente- innovaron parcialmente, sobre todo cuando la cuarentena se volvió una realidad. De a poco, liberaron obras literarias, recetas, rutinas de ejercicios, visitas mensuales a museos y hasta shows en vivo. Para Guadalupe Nogués, al menos en los primeros días, a la mayoría los ganó la tendencia alarmista. Una segunda epidemia, la de desinformación, se propagaba “por agentes infecciosos que no están hechos de materia sino de bits, que no se transmiten mediante fluidos corporales o vías similares, sino a través de las redes”, escribió la doctora en Biología en el sitio de divulgación El gato y la caja.
Esa epidemia doble -el virus y las fake news– derivaban en lo que la revista The Atlantic llamó “desinfodemia”: la desinformación online hace que las enfermedades se dispersen aún más. Es un círculo dantesco donde baja la confianza en los expertos, se malgastan recursos en desmentir conspiraciones (“hay vacuna pero la ocultan”, “es un plan de Estados Unidos para perjudicar a China”) y se promuevan comportamientos riesgosos, como en el caso de los anti-vacunas. “Más enfermedad lleva a más desinformación”, escribe Nogués. “Y la desinformación impide atacar del mejor modo posible a la enfermedad porque despilfarra recursos -incluida nuestra atención-, genera tensiones innecesarias -incluyendo absurdas cazas de brujas a gente por su origen étnico-, provoca desensibilización, y disminuye la confianza en las autoridades sanitarias, los expertos y los medios de comunicación profesionales. Todo esto facilita a su vez la propagación de la enfermedad”.
Después de que su texto -ay- se viralizara, la autora indaga sobre algunas de las cuestiones que siguieron despertando polémica.
¿Cómo estás observando el tratamiento del tema en los medios masivos?
En algunos casos me preocupa muchísimo. En programas de TV o en diarios online de alta reputación aparecen “todólogos” que opinan sin saber. Además se dan consejos de salud equivocados, se comunica excesivamente el número de casos y muertes -lo que genera ansiedad y pánico-, no se hace énfasis en las medidas de prevención y hasta aparecen astrólogas que opinan sobre el virus. También es cierto que hay casos donde se da lugar a periodistas científicos que muy capacitados, a infectólogos o epidemiólogos, y se comunica con seriedad y responsabilidad, pero sin tono apocalíptico.
¿Cómo te estás informando personalmente?
Estoy siguiendo a la OMS, a los gobiernos de varios países y a lo que dicen sociedades que nuclean a médicos y científicos, tanto de Argentina como del exterior. En una situación particularmente compleja y llena de incertezas, que además cambia muy rápido, es esencial encontrar fuentes informativas confiables y que aporten valor.
¿De qué manera se diferencia la información que circula en los medios de la que circula en las redes?
Por redes está circulando mucha desinformación: rumores, mentiras, mitos, información distorsionada o manipulada. Como sociedad todavía no somos suficientemente cuidadosos con esto, y minimizamos su perjuicio cuando contribuimos a difundirla. La desinformación en los medios a veces llega por sí misma, pero otras porque “levantan” muchas noticias de las redes sociales, tengan o no valor. Uno esperaría que un medio profesional chequeara la información y que también fuera capaz de ver su contexto y relevancia.
¿Hay algún aspecto de la desinfodemia que te preocupe especialmente?
La desinformación sobre vacunas y tratamientos “naturales” -que no funcionan o no están probados-, que rechazan la medicina que sí se probó efectiva.
La idea de “desinfodemia” resultó un reactivo potente frente a lo que estaba pasando. El 11 de marzo, durante una capacitación para 120 periodistas, la Secretaría de Medios y Comunicación Pública apeló al mismo concepto para enfatizar “la importancia de centrarse en las fuentes oficiales con información confiable y evitar la gran multiplicidad de voceros, lo que puede generar mayor confusión”. Sin subestimar ni sobreestimar la gravedad de la pandemia, se trazó un balance que tuvo en cuenta dos máximas resbalosas: “Habrá mucha incertidumbre” y “La información y la evidencia científica cambiarán constantemente”. Para atravesar barreras psicológicas como el miedo, la negación y la estigmatización, la secretaría propuso cinco principios-guía en la comunicación de riesgos: construir o mantener la confianza, hacer anuncios tempranos, ser transparentes, habilitar la escucha y seguir una planificación.
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Con aciertos y errores, cuando la cuarentena ya estaba consolidada como una realidad incómoda, crecían los síntomas de que buena parte de la sociedad había sellado una tregua con los medios tradicionales. En un contexto donde -según la consultora global Comscore– el 80% de las generaciones millennial y X no paga por noticias, los formatos clásicos recuperaron autoridad. Quizá abrumadas por las cadenas de WhatsApp flojísimas de papeles, las audiencias volvían a confiar en los top publishers. En una evaluación de los principales contenidos sobre la enfermedad en Facebook, Twitter e Instagram, Comscore encontró que los medios tradicionales ocupaban los primeros lugares en Latinoamérica: Esporte Interativo y Globo en Brasil, los noticieros de Televisa y El Universal en México, TN y -curiosamente- Qué pasa Salta en Argentina.
“La primera conclusión que puede desprenderse del informe es la importancia que adquiere la prensa cuando el público requiere de información técnica o especializada”, planteaba la consultora. Además de la tracción propia, las redes estaban funcionando como amplificadoras de los mensajes de las plataformas clásicas: “son medios para los medios”. Se había generado un ecosistema más de complementariedad que de competencia, donde se integraban información con (lo que quedaba de) entretenimiento. Sin desconocer el contexto de crisis general y particular del sector, asomaba un tercer índice alentador: los medios volvían a mostrar su potencial como plataformas publicitarias para las marcas.
La parábola resultó virtuosa. El alarmismo había cedido a cierta madurez informativa. Como recuerda Nogués, “la mejor comunicación, en términos sanitarios, no es solamente la que informa, sino también la que ayuda a generar los comportamientos necesarios para prevenir, enlentecer o frenar la enfermedad”. Por eso, también propone algunas preguntas para hacernos desde la recepción: ¿La información se refiere a algo total o parcialmente fáctico? ¿Las fuentes son completas y confiables? ¿Cuáles son nuestros sesgos? Los interrogantes del presente se proyectan al futuro. “En algún momento esta pandemia terminará, y saldremos mejor o peor parados -plantea ahora-. Pero va a haber situaciones nuevas, donde la desinformación seguirá confundiéndonos e impidiendo que tomemos las mejores decisiones. Ojalá esto nos sirva para aprender y estar mejor preparados para la próxima”. Que así sea, por el bien de todas y todos.