Por Pablo Corso. Solo entre abril de 2020 y marzo de 2021, la Unidad Fiscal Especializada en Ciberdelincuencia registró 14.583 reportes, un 465% más respecto al año anterior. Ese panorama llevó a que la Fundación Vía Libre, el Observatorio de Derecho Informático Argentino y Democracia en Red se unieran para “promover y establecer una política pública de protección de los activos digitales en poder del Estado y generar un entorno que ofrezca cobertura legal y técnica a los que realizan las denuncias sobre las vulnerabilidades informáticas”. La definición es de Agustin Frizzera, director de la última organización y ex candidato a legislador por el efímero Partido de la Red.
Su motivación es elocuente: las filtraciones que sufrieron diversas reparticiones estatales en el último tiempo, que hacen suponer una vulnerabilidad inquietante; la combinación explosiva de una demanda creciente de datos con una mayor exposición a su uso indebido; y la persecución a activistas informáticos que reportan errores, muchas veces de buena fe, como relata un escalofriante episodio del podcast Internet me arruinó.
Podrían haberse hecho muchas cosas con esa información, pero la coalición de esas tres ONGs decidió hacer arte. Mejor dicho, promoverlo bajo el paraguas de Datos en Fuga, la plataforma que busca clarificar, cuantificar y concientizar sobre el tema. Las noches del último fin de semana, en una galería palermitana, cinco artistas contemporáneos abrieron al público sus abordajes -entre la poesía y la crítica- de nuestro vínculo con los archivos. Eran sus respuestas, personalísimas pero de resonancia innegable, a preguntas que nos persiguen: ¿Quiénes tienen realmente acceso a nuestros datos? ¿Cuán seguros son? ¿Cuán inalterables? Y sobre todo, ¿cuán confiables para los demás y hasta para nosotros mismos?
Máquinas que recuerdan, personas que olvidan
En Carpeta Fotos, la artista de video Florencia Vallejos montó un gran monitor con una narración maquinada sobre recuerdos personales. Sobre el fondo de un mapa de Google desfilaba una mixtura de edificios renderizados, páginas de diarios íntimos y entradas de Wikipedia. Las preguntas eran provocadoras: ¿Por qué solo recuerdo los momentos que tengo filmados? ¿Dónde se almacenan esos recuerdos? ¿Cómo vamos a construir nuestra memoria virtual? El anclaje a la verdad del registro digital también falla; los robots también olvidan. Entre la poesía y la desesperación, Vallejos concluye. “Mi vida es un archivo que no encuentro”.
Iluminar la oscuridad
Florencia Sanchez Aquino ideó un panel con luces LED que representaban a 365 mujeres y se encendían alternativamente para marcar si habían sido víctimas directas de femicidios, de violencia de género o si tenían niñxs a cargo. La luz del vacío era “una visualización de datos alternativa respecto de aquellas estadísticas que se presentan de forma banalizada en muchos medios de comunicación”, plantea la licenciada en Artes Combinadas. “Es en cada luz que se enciende en que está obra intenta gritar un continuo #NiUnaMenos por todas y cada una de las víctimas que hoy no están”. Una propuesta donde la sucesión lenta de encendidos, encandilados y apagados ayudaba a procesar la dimensión del drama.
El algoritmo de las calorías
La abstracción del programador y músico Diego Alberti -un rectángulo de píxeles multicolores mutando sobre un marco en blanco y negro- era la puerta de entrada a un asunto bien concreto. Self exhibíala visualización de algoritmos creados a partir de la cantidad de pasos, la distancia recorrida, el tiempo y la calorías quemadas por el artista, todo registrado por una app de Android en medio de la pandemia. El objetivo fue evidenciar “el grado de acceso capilar que tiene Google sobre las experiencias tangibles e intangibles de toda la sociedad”. Forma parte de su serie Data / Mood / Self, un cruce de datos y hechos estéticos que representa el recorte de una subjetividad particular frente a la complejidad general.
Callejeros
Para Calle Vista, los estudiantes de Diseño de Imagen y Sonido Maximiliano Parlagreco, y Sofía Paz Basail y Juan Leguizamón idearon una deconstrucción de Google Street View en tres pantallas. La primera mostraba al programa haciendo su propio recorrido; la segunda, una segmentación por categorías (personas, muebles e inmuebles; la tercera, una superposición caótica de los protagonistas involuntarios de las imágenes. Esa subversión de los usos estandarizados buscó “poner en evidencia la inteligencia artificial que la empresa utiliza para reconocer y difuminar los rostros de las personas que fotografía (…), sujetos que nunca fueron consultados si deseaban formar parte de una base de datos masiva y privada”.
Retórica del stalkeo
Un celular conectado a una plataforma LED apoyada en el piso. Así de simple y desconcertante era la premisa de El sol es mi pantalla, donde Carla Tortul invitaba a tomar el dispositivo para espiar conversaciones, navegar por fotos inciertas y escuchar audios furtivos. Esa exposición sobre los actos cotidianos y la ética de las relaciones se planteó como una reflexión sobre la vulnerabilidad multimediática y “las consecuencias emocionales de vivir en una constante exposición online que somete nuestra privacidad a ser entendida de forma simultánea como algo que valoramos y algo que tiene precio”. La artista visual buscó criticar a “una sociedad dormida”, alumbrada por el sol sustituto de “los dispositivos móviles que capturan tiempo, emociones y memorias íntimas, por lo tanto, privadas y vulnerables”.