Por Horacio Marmurek para RP#131.
El libro Historia universal de la destrucción de los libros narra, como su nombre lo indica, las distintas destrucciones de bibliotecas y su contenido, y cómo los textos que llegaron hasta nuestros días son solo una mínima fracción de lo que se plasmó en papiro, papel o cualquier material utilizado para contar las historias de cada época.
La película Nosferatu, aquella primera versión del expresionismo alemán dirigida por Friedrich W. Murnau, relataba la historia de un conde vampiro que recuerda muchísimo a Drácula, la novela de Bram Stoker. Tanto es así que, después de que los herederos del autor la acusaran de plagio, la eventual sentencia obligó a ser destruir todas las copias de la película. Pero en 1922 el mundo era mucho más grande y alguna sobrevivió hasta nuestros días. Algo similar sucedió con el film Metrópolis, de Fritz Lang: durante años se creyó que el metraje original era el que había llegado hasta nuestra época, hasta que se encontró en el Museo del Cine de la Argentina una versión que incluía 40 minutos más.
Estas historias solo sirven de antecedente para un nuevo debate, entre tantos que surgen en tiempos de noticias veloces, alrededor de las recientes decisiones de la empresa de streaming Netflix. La primera fue quitar de la tercera temporada de Stranger Things algunas escenas de un personaje que fuma. Se trata de un comisario que vive en la década del 80, cuando el tabaco era más cotidiano que el agua, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de un personaje adulto. Pero las quejas llevaron a Netflix a hacer un nuevo corte de los capítulos y a comprometerse a no incluir más personajes fumando “salvo que sea artísticamente necesario”.
La segunda decisión fue cortar la escena contundente, shockeante, pero no necesariamente gratuita, del suicidio de la protagonista de la primera temporada de 13 Reasons Why. Una vez más, frente a la queja, Netflix reeditó un material. No queda claro si estará disponible para quienes tenemos otra tolerancia a las ficciones que apuestan a conmover y a hacer reflexionar al espectador.
Hace un tiempo circulaba en redes sociales una nota satírica que mostraba imágenes del Oeste de los Estados Unidos como postales turísticas, sin hacer referencia alguna, para demostrar cómo quedarían los westerns después de sacarles todo lo que se considera políticamente incorrecto en la actualidad. O sea, no queda nada. Estar atento a no ofender a nadie debe ser aún más trabajoso que ofender a propósito a alguien; es como caminar en puntas de pie intentando hacer un relato que además sea entretenido, que guste al público y que tenga éxito. Pero en tiempos en los que cada espectador cuenta y cada suscripción es el equivalente a poder continuar produciendo, es mejor evitar decisiones riesgosas y pasar por políticamente correcto y compungido en todo momento. Después de todo, si algo ofende en un lugar, se puede protestar en redes sociales iniciando un hashtag que, seguramente, será compartido por mucha gente igualmente ofendida. Todos parecen ver el monstruo que quieren sin pensar que a veces está ahí para que lo vea y reconozca más gente.
A los últimos años se los conoce como la Edad de Oro de la televisión, en contrapartida con otra era de oro, pero en minúsculas, que ronda la década del 60. Esta época dorada viene acompañada por una pregunta que circula por los pasillos de las distintas empresas, las oficinas de analistas, los salones de producción e incluso las casas de los espectadores: ¿hasta cuándo durará la bonanza? La respuesta no está clara, sobre todo cuando están en discusión los límites entre televisión, cine y un híbrido intermedio. Lo que nadie discute es que será cuando el público lo decida.
Mientras este siga consumiendo, nadie cambiará nada de lo que está pasando, ni siquiera osará desairar los gustos que constantemente se manifiestan a través de los distintos medios, de los cuales se pueden recoger datos de los usuarios o antiguos televidentes. Y es ahí es donde entra en juego lo que se conoce como “economía de la atención”: todos quieren que seas solo de ellos. Para eso cada plataforma busca distintos artilugios de seducción: HBO y su nueva app, que le permite al televidente acceder a información específica de cada episodio de su serie hit, como Game of Thrones o Big Little Lies, incluyendo detalles curiosos o información relevante según la escena que se esté mirando; o Netflix y su forma de muestreo personalizada, que elige una imagen de la película o serie que tiene que ver con el perfil del usuario y que no es la misma que la de otro cliente, para “vender” su oferta de productos y alcanzar un clic más rápido. Esta “economía de la atención” no es exclusiva de las plataformas de streaming, ni de las que están ni de las que vendrán, pero es una forma de aplicación que crece y que seguramente dirimirá mucho de lo que veremos en el futuro.
Cada vez hay más para elegir: más series, más películas, más géneros. Incluso, el género documental creció en producción y consumo, tanto que ya hay una empresa dedicada al streaming de documentales. A comienzos de 2020, la cantidad de empresas de contenido de streaming que pelearán por nuestra atención y nuestro dinero por lo menos se duplicará. A Netflix y Amazon, que ya están en la región, se le sumarán Disney+, HBO Max (la gran apuesta de Warner), Pluto TV (Viacom), Apple TV y alguna más que puede llegar a la Argentina. En ese camino cada uno de estos jugadores promete concentrar bibliotecas dispersas (Disney llevarse sus películas, Warner recuperar Friends y otras series, etc.) y ofrecer contenidos originales. El usuario deberá elegir entonces qué paquete le parece más atractivo para suscribirse. No son muchos los que tienen varios servicios en su casa, bien lo saben los operadores de cable que durante años ofrecieron servicios básicos y paquetes premium que se iban sumando al costo inicial. Elegir entre muchas opciones siempre es más difícil que ante una oferta escasa. Esto no es ninguna novedad, pero últimamente elegir dentro de la aplicación empieza a ser problemático. Un estudio realizado por la consultora Nielsen descubrió que a un millennial le lleva más tiempo elegir un contenido que verlo.
A mayor edad, menos tiempo para elegir, afirma el estudio de Nielsen, e indica que los que tienen entre 18 y 34 años tardan casi diez minutos en seleccionar lo que les gustaría ver. Si es que eligen. Pero el patrimonio de la no elección no pertenece, en realidad, a ninguna generación. El informe indica que individuos de todas las edades comienzan a tener problemas para elegir y que el usuario puede quedarse dando vueltas en la aplicación y no terminar seleccionando nada. Netflix puede subir entre 80 y 100 títulos por mes, algunos de producción original y otros licenciados; Amazon presenta una oferta algo menor; y siempre está el catálogo interminable de YouTube con películas, fragmentos, videos de perritos… lo que se quiera ver. Todo eso, como oferta, a veces puede ser un poco agobiante.
Entonces ¿el final de la Edad de Oro llegará por la sobreabundancia de elecciones? ¿La crisis de la televisión es el principio de la crisis de las plataformas? Quizás simplemente tenemos mucho para consumir, y además debemos vivir fuera de las pantallas. El CEO de Netflix dijo que su enemigo era el sueño, ya que él quería que el público siguiese prestando atención a sus productos aun cuando duerme. Pero sin dormir bien, elegir es difícil. Es posible que el peso de las bibliotecas visuales haga crujir un poco el sistema y, sin que se destruya nada, simplemente haya que hacer limpieza.